La primera vez que estuve en Gijón fue hace más de 20 años. Realmente estaba en Oviedo pero fuimos a Gijón de paseo. La primera impresión que me dio (además de recibirme con esa fina lluvia, orbayu) fue de ciudad desorganizada y muy industrial con los astilleros en la misma ciudad, la estación de feve, la altura de los edificios en la playa, algo tan chorra como que las calles no eran perpendiculares a la playa (lo que me llevó a más de un despiste), bueno, cosillas sin importancia. Estamos hablando de principios de los años 90.
Pero había algo que me llamaba la atención entre tanto desorden y no sabía que era, si la bravura del mar del norte, si el paseo (todavía no sabía que se llamaba El Muro) o si ese trajín de gente caminando relativamente rápido por la ciudad donde daba la impresión de que cada uno iba a lo suyo. Con cierta frialdad. El tópico de la gente del norte. La gente no es así.
Bueno, pues un año después tuve la suerte de volver, esta vez para quedarme más tiempo. Bastante más tiempo. Aprovechando la excusa de eso de estudiar volví a Gijón. Algo me había llamado la atención en esa ciudad.
Para alguien que no estaba acostumbrado a ese tiempo fue una novedad. Y como tal lo veía. Me gustaba ver llover, salía a la calle igualmente, hacia vida.
Eso que me llamaba la atención y que desconocía, era el alma de la ciudad. Me enganchó y desde entonces vuelvo todos los años. Ha pasado a ser mi segunda casa.
Digo esto porque es una ciudad con la que no seré objetivo (¿existe la objetividad?), así que cada uno puede cambiar el nombre de esta entrada y poner el de su ciudad favorita.